NNací entre pastos verdes, muñeiras y orujo. Soy la pequeña de trece hermanos y desde muy temprana edad vivo de mi desparpajo. De mi hablan por los codos. Decidí no pasar por el mundo de puntillas.
En los años sesenta me casé con uno a los 19. Puntualmente, a los nueve meses ya era madre y a los 20, viuda. Durante mi año de casada pusimos un chiringuito en la playa para vender helados y frutas... Como se me daba bien la cocina, hacía algún que otro plato... Al final del verano venían a encargarme caracoladas y paellas. A 40 grados a la sombra y cuidando de un bebé achicharrado debajo de una sombrilla, me peleaba con los cacharros para dejar contento al cliente. Mi hombre, como no vendía ni un helado, se dedicaba a tumbarse al sol y beber cerveza...
Con el dinero de las paellas, le regalé una moto -su ilusión- y el muy animal la estrenó el día que más alcohol se había bebido. Acabó debajo de un camión. Y yo sin él, con 20 años y una hija... En la España del tricornio una mujer de 20 años, si era soltera, no era mayor de edad y debía pedir permiso a su padre para cualquier evento, ya fuera viajar, mover dinero, comprar acciones o inmuebles.... y si era casada, ¡En vez de al padre, debía pedirle permiso al marido! Me di cuenta de que yo estaba en el estado ideal: ¡VIUDA! o sea, sin necesidad de pedir permisos ni a padres ni a maridos... ¡Y podía hacer lo que me diera la gana! Algo me tenía que salir bien, por fin, ¿no?
Crié a mi hija haciendo arroces de pescado y caracoles... ya sabía cocinar, así es que decidí aprender otras cosas...
Al cabo de un tiempo me apunté en un cursillo de ventas. Por las joyas daban buenas comisiones. Solo había que encontrar quien las podía comprar. Y así entré en el mundo de los marqueses, condes y barones, o mejor dicho, de las marquesas, condesas y baronesas. ¡Menudas lagartas! eran como yo, pero con dinero... A las sumisas las despreciaban, a las humildes las pisaban. Había que darles lo que querían, con la cabeza alta, buenas y rápidas respuestas y saber desaparecer a tiempo. Sin intimar.
Mi hija iba creciendo. Su mejor amiga ingresaba en un internado y yo la metí con ella. Las monjas le darían una educación cristiana y severa. El mundo ya se lo enseñaría yo más adelante...
Presenté este relato a un concurso de escritura.
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